A propósito del concierto de Paul McCartney en Lima, recordamos a uno de los mejores futbolistas que generó en su época tanto alboroto como los ‘Fab Four’
ÁNGEL HUGO PILARES @Angelhugo
Redacción Online
Contra todo lo que pudieran decir, el quinto Beatle no era músico. Para empezar, se dedicaba a patear un balón, pero no era Lio Messi tras el lente del peruano Mariano Vivanco. Ni Cristiano Ronaldo o David Beckham, que cuando se disfrazan de mortales y caminan por la calle sufren el mismo acoso de los cuatro de Liverpool en el inicio de “A hard day’s night”. Tampoco era inglés, sino un chico de Belfast, Irlanda, al que un día se le ocurrió dejar el rugby y jugar fútbol.
En 1965, un diario portugués estaba de duelo. George Best había hecho lo que acostumbraba: había jugado un partidazo contra el Benfica que ganó 4-1 en la Copa UEFA y el titular era concluyente. “O Quinto Beatle”, dice en esas letras negras sobre papel amarillo por culpa del tiempo. Ocho años antes, la tragedia de Múnich, donde falleció casi toda la plantilla del Manchester United, había creado la situación perfecta para que, al llegar a Old Trafford con 17 años, se convirtiera en dueño del vestuario y del equipo junto a Bobby Charlton y Denis Law.
Georgie, el hijo de Dickie Best y Anne Withers, era un irlandés del norte. Se apellidaba igual que Pete, el baterista de la era Beatle antes de Ringo. Era mediático al punto que compararon los alborotos que producía con los que en su época generaban los ‘Fab Four’. Y era bohemio y juerguero. Tanto, que coqueteó con el alcoholismo lo suficiente como para decir que en 1969 dejó el licor y vivió los peores 20 minutos de su vida. Coqueteó con él y a Best, el futbolista, no se le escapaba ninguna mujer con la que flirtease. En su lista de amantes se incluyen, por propia confesión, tres Miss Mundo. Él es el tipo que describió su estilo de vida con una frase memorable: “Gasté mucho dinero en licor, mujeres y carros de carrera. El resto lo desperdicié”.
De nada le sirvió ser ídolo del Manchester entre el ‘63 y ‘74, ganar dos ligas (‘65 y ‘67), ganar un Balón de Oro y beberse la Copa de Europa (hoy Champions) en 1968. Su leyenda se fue diluyendo porque, seguro, prefería estar en el cielo con diamantes, como Lucy. Jugó en tras jugar en el Manchester United durante once años, emigró al Cork Celtic de Irlanda y luego se paseó por EE.UU. para jugar en un equipo llamado Los Angeles Aztecs. Su vida transcurrió entre parrandas y partidos de fútbol en Europa y Estados Unidos durante 21 años, hasta que se retiró en un equipo de su país, para seguir bebiendo.
Para entonces, Georgie no era un Beatle, sino un Rolling Stone que se deslizaba colina abajo. El alcohol le había ganado el partido. En el año 2005, era un tipo con la piel pegajosa y amarilla al que se veía arrimado a una botella en un bar de Survey, al sur de Inglaterra. Había sido sometido a un trasplante de hígado tres años antes y sus defensas estaban por los suelos, como uno de los zagueros a los que gambeteaba. Los riñones empezaron a fallarle y acabó siendo desahuciado en el Cromwell Hospital de Londres.
La última imagen que se recuerda de él apareció en un tabloide sensacionalista, el “News of the World”, el 20 de noviembre del 2005. Aparecía atravesado por tubos y con los ojos hundidos debajo de un titular macabro: “Don’t die like me”. El chico de Belfast había mandado la fotografía como última voluntad cinco días antes de fallecer a causa de una infección pulmonar y un fallo multiorgánico. A su funeral acudieron más de 100 mil irlandeses que le negaban el privilegio de tener unas exequias tranquilas como los Beatles de verdad: Lennon no tuvo honras después de que Chapman nos lo quitó y a Harrison lo cremaron. Ambos se habían jubilado de los ‘hard day’s night’ antes de fallecer, a diferencia del tipo que solo decía que “nunca salía por la mañana” con la intención de emborracharse. Que eso era solo algo que “sucedía”. Cuando lo enterraron hubo una lluvia terrible, y nadie huyó.
Redacción Online
Contra todo lo que pudieran decir, el quinto Beatle no era músico. Para empezar, se dedicaba a patear un balón, pero no era Lio Messi tras el lente del peruano Mariano Vivanco. Ni Cristiano Ronaldo o David Beckham, que cuando se disfrazan de mortales y caminan por la calle sufren el mismo acoso de los cuatro de Liverpool en el inicio de “A hard day’s night”. Tampoco era inglés, sino un chico de Belfast, Irlanda, al que un día se le ocurrió dejar el rugby y jugar fútbol.
En 1965, un diario portugués estaba de duelo. George Best había hecho lo que acostumbraba: había jugado un partidazo contra el Benfica que ganó 4-1 en la Copa UEFA y el titular era concluyente. “O Quinto Beatle”, dice en esas letras negras sobre papel amarillo por culpa del tiempo. Ocho años antes, la tragedia de Múnich, donde falleció casi toda la plantilla del Manchester United, había creado la situación perfecta para que, al llegar a Old Trafford con 17 años, se convirtiera en dueño del vestuario y del equipo junto a Bobby Charlton y Denis Law.
Georgie, el hijo de Dickie Best y Anne Withers, era un irlandés del norte. Se apellidaba igual que Pete, el baterista de la era Beatle antes de Ringo. Era mediático al punto que compararon los alborotos que producía con los que en su época generaban los ‘Fab Four’. Y era bohemio y juerguero. Tanto, que coqueteó con el alcoholismo lo suficiente como para decir que en 1969 dejó el licor y vivió los peores 20 minutos de su vida. Coqueteó con él y a Best, el futbolista, no se le escapaba ninguna mujer con la que flirtease. En su lista de amantes se incluyen, por propia confesión, tres Miss Mundo. Él es el tipo que describió su estilo de vida con una frase memorable: “Gasté mucho dinero en licor, mujeres y carros de carrera. El resto lo desperdicié”.
De nada le sirvió ser ídolo del Manchester entre el ‘63 y ‘74, ganar dos ligas (‘65 y ‘67), ganar un Balón de Oro y beberse la Copa de Europa (hoy Champions) en 1968. Su leyenda se fue diluyendo porque, seguro, prefería estar en el cielo con diamantes, como Lucy. Jugó en tras jugar en el Manchester United durante once años, emigró al Cork Celtic de Irlanda y luego se paseó por EE.UU. para jugar en un equipo llamado Los Angeles Aztecs. Su vida transcurrió entre parrandas y partidos de fútbol en Europa y Estados Unidos durante 21 años, hasta que se retiró en un equipo de su país, para seguir bebiendo.
Para entonces, Georgie no era un Beatle, sino un Rolling Stone que se deslizaba colina abajo. El alcohol le había ganado el partido. En el año 2005, era un tipo con la piel pegajosa y amarilla al que se veía arrimado a una botella en un bar de Survey, al sur de Inglaterra. Había sido sometido a un trasplante de hígado tres años antes y sus defensas estaban por los suelos, como uno de los zagueros a los que gambeteaba. Los riñones empezaron a fallarle y acabó siendo desahuciado en el Cromwell Hospital de Londres.
La última imagen que se recuerda de él apareció en un tabloide sensacionalista, el “News of the World”, el 20 de noviembre del 2005. Aparecía atravesado por tubos y con los ojos hundidos debajo de un titular macabro: “Don’t die like me”. El chico de Belfast había mandado la fotografía como última voluntad cinco días antes de fallecer a causa de una infección pulmonar y un fallo multiorgánico. A su funeral acudieron más de 100 mil irlandeses que le negaban el privilegio de tener unas exequias tranquilas como los Beatles de verdad: Lennon no tuvo honras después de que Chapman nos lo quitó y a Harrison lo cremaron. Ambos se habían jubilado de los ‘hard day’s night’ antes de fallecer, a diferencia del tipo que solo decía que “nunca salía por la mañana” con la intención de emborracharse. Que eso era solo algo que “sucedía”. Cuando lo enterraron hubo una lluvia terrible, y nadie huyó.
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